Por Ignacio Martín-Baró
El aporte social de la Psicología en Latinoamérica
Desde la perspectiva de conjunto, hay que reconocer que el aporte de la Psicología, como ciencia y como praxis, a la historia de los pueblos latinoamericanos es extremadamente pobre. No han faltado, ciertamente, psicólogos preocupados por los grandes problemas del subdesarrollo, dependencia y opresión que agobian a nuestros pueblos; pero, a la hora de materializarse, en muchos casos esas preocupaciones se han tenido que canalizar a través de un compromiso político personal al margen de la Psicología, cuyos esquemas resultan inoperantes para responder las necesidades populares.
No me refiero sólo a la Psicología social, cuya crisis de significación ha sido un tema muy aireado en la última década; me refiero a la psicología en su conjunto, la teórica y la aplicada, la individual, la social, la clínica y la educativa. Mi tesis es que el quehacer de la Psicología latinoamericana, salvadas algunas excepciones, no sólo ha mantenido una dependencia servil a la hora de plantearse problemas y de buscar soluciones, sino que ha permanecido al margen de los grandes movimientos e inquietudes de los pueblos latinoamericanos.
Cuando se trata de señalar algún aporte latinoamericano al acervo de la Psicología universal se suelen mencionar, entre otros, la «tecnología social» de Jacobo Varela (1971) o los planteamientos psicoanalíticos de Enrique Pichon-Riviere, en Argentina. Ambos trabajos merecen todo nuestro respeto y no seré yo quien los minimice. Sin embargo, es significativo que la obra de Varela fuera publicada originalmente en inglés y que se inscriba en en la línea de los estudios norteamericanos sobre actitudes, como si para aportar algo universal un latinoamericano tuviera que abdicar de su origen o de su identidad. Respecto a los trabajos de Pichon-Riviere es triste afirmar que todavía son insuficientemente conocidos fuera de Argentina.
Posiblemente los aportes latinoamericanos de más enjundia e impacto social puedan encontrarse allá donde la Psicología se ha dado de la mano con otras áreas de las ciencias sociales. El caso más significativo me parece constituirlo, sin duda alguna, el método de la alfabetización conscientizadora de Paulo Freire (1970, 1971), surgido de la fecundación entre educación y psicología, Filosofía y Sociología. El concepto ya consagrado de conscientización articula la dimensión psicológica de la conciencia personal con su dimensión social y política, y pone de manifiesto la dialéctica histórica entre entre el saber y el hacer, el crecimeinto individual y la organización comunitaria, la liberación personal y la transformación social. Pero, sobre todo, la conscientización constituye una respuesta histórica a la carencia de palabra personal y social, de los pueblos latinoamericanos, no sólo imposibilitados para leer y escribir el alfabeto, sino sobre todo para leerse a sí mismos y para escribir su propia historia. Lamentablemente tan significativo como el aporte de Freire resulta la poca importancia que se concede al estudio crítico de su obra, sobre todo si se compara con el esfuerzo y tiempo dedicados en nuestros programas a aportes tan triviales como algunas de las llamadas «teorías del aprendizaje» o a algunos modelos cognoscitivos, hoy tan en boga.
La precariedad del aporte de la Psicología latinoamericana se aprecia mejor cuando se lo compara con el de otras ramas del quehacer intelectual. Así, por ejemplo, la teoría de la dependencia ha sido un esfuerzo original de la Sociología de Latinoamérica por dar razón de ser de la sitación de subdesarrollo de nuestros países sin recurrir a explicaciones derogatorias de la cultura latinoamericana ligadas a la concepcción de la «ética protestante». Es bien conocido, también, el rico aporte de nuestra novelística; para nuestro rubor, no resulta exagerado afirmar que se aprende bastante más sobre la Psicología de nuestros pueblos leyendo una novela de García Márquez o de Vargas Llosa que nuestros trabajos técnicos sobre el carácter y la personalidad. Y ciertamente, la teología de la liberación ha sido capaz de reflejar y estimular al mismo tiempo las recientes luchas históricas de las masas marginales con mucha más fuerza que nuestros análisis y recetas psicológicas sobre la modernización o el cambio social.
A diferencia de la cultura sajona, la cultura latina tiende a conceder un importante papel a las características de las personas y a las relaciones interpersonales. En un país como El Salvador, el presidente de la República se constituye en el referente inmediato de casi todos los problemas, desde los más grandes hasta los más pequeños, y a él se le atribuye la responsabilidad de resolución, lo que lleva a acudir al presidente lo mismo para reclamarle sobre la guerra que sobre un pleito de vecinos, para estimular la reactivación económica del país que para cancelar un indiscreto prostíbulo situado junto a la escuela (Martín-Baró, 1973). En este contexto cultural que tiende a personalizar y aun psicologizar todos los procesos, la Psicología tiene un vasto campo de influjo. Y, sin embargo, en vez de contribuir a desmontar ese senido común de nuestras culturas que oculta y justifica intereses dominantes transmutándolos en rasgos de carácter, la Psicología ha abonado ?por acción o por omisión? el psicologismo imperante. Incluso en el caso de la alfabetización conscientizadora de Freire se ha llegado a recuperar para el sistema sus principales categorías despojándolas de su esencial dimensión política y convirtiéndolas en categorías puramente psicológicas. Actualmente con la creciente subjetivización de los enfoques predominates, la Psicología sigue alimentando el psicologismo cultural ofreciéndose como una verdadera « ideología de recambio» (Deleule, 1972). En nuestro caso, el psicologismo ha servido para fortalecer, directa o indirectamente, las estructuras opresivas al desviar la atención de ellas hacia los factores individuales y subjetivos.
No se trata aquí de establecer un balance de la Psicología latinoamericana, entre otras cosas porque está todavía por hacer una historia que trascienda la organización más o menos parcial de datos (ver, por ejemplo, Ardila, 1982, 1986; Díaz-Guerrero, 1984; Whitford, 1985). De lo que se trata es de preguntarnos si con el bagaje psicológico que disponemos podemos decir y, sobre todo, hacer algo que contribuya significativa a dar respuesta a los problemas cruciales de nuestros pueblos. Porque en nuestro caso más que en ningún otro tiene validez aquello que de que la preocuapción del científico social no debe cifrarse tanto en explicar el mundo cuanto en transformalo.
La esclavitud de la psicología Latinoamericana
Una de las justificaciones que se puede dar a la pobreza del aporte histórico de la Psicología latinoamericana estriba en su relativa juventud. Como confirmación de este punto de vista se apunta a las propuestas originales que empiezan a surgir un poco por todas parte (Psicología, 1985). El argumento es válido, aunque insuficiente, y se vuelve peligroso si en él nos escudáramos para no revisar las deficiencias que nos han llevado (y, en muchos casos, nos siguen llevando) a la marginalidad científica y a la inoperancia social.
En mi opinón, la miseria de la Psicología latinoamericana hunde sus raíces en una historia de dependencia colonial que no coincide con la historia de la colonia iberoamericana, sino con el neocolonialismo del «garrote y la zanahoria» que se nos ha impuesto desde hace un siglo. El «garrotazo cultural» que diariamente reciben nuestros pueblos con frecuencia encuentra en la Psicología un instrumento más entre otros para moldear las mentes y un valioso aliado para tranquilizar conciencias al explicar las indudables ventajas de la zanahoria modernista y tecnológica.
Podemos sintetizar en tres las principales causas de la miseria histórica de la Psicología latinoamericana, las tres relacionadas entre sí: su mimetismos cientista, su carencia de una epistemología adecuada y su dogmatismo provinciano. Examinemos por separado cada una de ellas.
Mimetismo cientista
A la Psicología latinoamericana le ha ocurrido algo parecido a lo que le ocurrió a la psicología nortemaricana a comienzos de siglo: su deseo de adquirir un reconocimiento científico y un status social les ha hecho dar un serio traspiés. La psicología norteamericana volvió su mirada a las ciencias naturales a fin de adquirir un método y unos conceptos que la consagraran como científica mientras negociaba su aporte a las necesidades del poder establecido a fin de recibir un puesto y un rango sociales. La Psicología latinoamericana lo que hizo fue volver su mirada al big brother, quien ya era respetado científica y socialmente, y a él pidió prestado su bagaje conceptual, metodológico y práctico, a la espera de poder negociar con las instancias sociales de cada país un status social equivalente al adquirido por los norteamericanos.
Es discutible si la profesión del psicólogo ha logrado ya en los países latinoamericanos el reconocimiento social que buscaba; lo que sí es claro es que la casi totalidad de sus esquemas teóricos y prácticos ha sido importada de los Estados Unidos. Así, los enfoques psicoanalíticos u organicistas que imperaron en un primer momento debido a la dependencia de la Psicología respecto a las escuelas psiquiátricas, sucedió una oleada de conductismo a ultranza e individualismo metodológico. Hoy muchos psicólogos latinoamericanos han descartado el conductismo y se han afiliado a una u otra forma de Psicología cognoscitiva, no tanto por haber sometido a crítica los esquemas psicoanalíticos o conductistas cuanto porque ése es el enfoque de moda en los centros académicos norteamericanos.
El problema no radica tanto en las virtudes o defectos que pueden tener el conductismo o las teorías cognoscitivas cuanto en el mimetismo que nos lleva a aceptar los sucesivos modelos vigentes en los Estados Unidos, como si el aprendiz se volviera médico al colgarse del cuello el estetoscopio o como si el niño se hiciera adulto por el hecho de ponerse las ropas de papá. La aceptación acrítica de las teorías y modelos es precisamente la negación de los fundamentos de la misma ciencia. Y la importación ahistórica de esquemas conduce a la ideologización de los planteamientos cuyo sentido y validez, como nos lo recuerda la sociología del conocimiento, remiten a unas cirscunstancias sociales y a unos cuestionamientos concretos.
Carencia de una epistemología adecuada
Los modelos dominates en la Psicología se fundan en una serie de presupuestos que sólo rara vez se discuten y a los que todavía con menos frecuencia se proponen alternativas. Mencionaré cinco de esos presupuestos que, en mi opinión, han lastrado las posibilidades de de la Psicología latinoamericana: el positivismo, el individualismo, el hedonismo, la vidión homeostática y el ahistoricismo.
El positivismo, como lo indica su nombre, es aquella concepción de la ciencia que considera que el conocimiento debe limitarse a los datos positivos, a los hechos y a sus relaciones empíricamente verificables, descartando todo lo que pueda ser caracterizado como metafísica. De ahí que el positivismo subraye el cómo de los fenómenos, pero tienda a dejar de lado el qué, el por qué y el para qué. Esto, obviamente, supone un parcialización de la existencia humana que le ciega a sus significados más importantes. Nada de extrañar, entonces, que el positivismo se sienta tan a gusto en el laboratorio, donde puede «controlar» todas las variables, y termine reduciéndose al examen de verdaderas trivialidades, que poco o nada dicen de los problemas de cada día.
Con todo, el problema más grave del positivismo radica precisamente en su esencia, es decir, en su ceguera de principio para la negatividad. El no reconocer más de lo dado lleva a ignorar aquello que la realidad existente niega, es decir, aquello que no existe pero que sería históricamente posible, si se dieran otras condiciones. Sin duda, un análisis positivista del campesino salvadoreño puede llevar a la conclusión de que se trata de una persona machista y fatalista, de manera semejante a como el estudio de la inteligencia del negro norteamericano lleva a la conclusión de que su cociente intelectual se encuentra en promedio una desviación típica por debajo del cociente intelectual del blanco. Considerar que la realidad no es más que lo dado, que el campesino salvadoreño es sin más fatalista o el negro menos inteligente, constituye una ideologización de la realidad que termina consagrando como natural el orden existente. Obviamente, desde una perspectiva así, magro es el horizonte que se nos dibuaja a los latinoamericanos, y pobre el futuro que la Psicología nos pueda ofrecer.
Resulta paradójico que este positivismo se combine, en la investigación psicológica, con un idealismo metodológico. Pues idealista es el esquema que antepone el marco teórico al análisis de la realidad, y que no da más pasos que la exploración de los hechos que aquellos que le indican la fromulación de sus hipótesis. Siendo así que las teorías de las que se suele arrancar han surgido frente a situaciones positivas muy distintas a las nuestras, este idealismo puede terminar no sólo cegándonos a la negatividad de nuestras condiciones humanas, sino incluso a su misma positividad, es decir, a lo que de hecho son.
El segundo presupuesto de la Psicología dominante lo constituye el individualismo, mediante el cual se asume al sujeto último de la Psicología es el individuo como entidad de sentido en sí misma. El problema con el individualismo radica en su insistencia por ver en el individuo lo que a menudo no se encuentra sino en la colectividad, o por remitir a la individualidad lo que sólo se produce en la dialéctica de las relaciones interpersonales. De esta manera el individualismo termina reforzando las estructuras existentes al ignorar la realidad de las estructuras sociales y reducir los problemas estructurales a problemas personales.
Del hedonismo imperante en Psicología se ha hablado bastante, aunque quizá no se ha subrayado lo suficiente cuán incrustado está hasta en los modelos más divergentes en su uso. Tan hedonista es el psicoanálisis como el conductismo, la reflexología como la Gestalt. Ahora bien, yo me pregunto si con el hedonismo se puede entender adecuadamente el comportamiento solidario de un grupo de refugiados salvadoreños que, nada más saber del reciente terremoto que devastó el centro de San Salvador, echaron mano de toda su reserva de alimentos y las enviaron a las víctimas de la zona más golpeada. El pretender que detrás de todo comportamiento hay siempre y por principio una búsqueda de placer o satisfacción, ¿no es cegarnos a una forma distinta del ser humano o, por lo menos, a una faceta distinta del ser humano, pero tan real como la otra? Integrar como presupuesto el hedonismo en nuestro marco teórico, ¿no es de hecho una concesión al principio de lucro fundante del sistema capitalista y, por lo tanto, una transposición a la naturaleza del ser humano de lo que caracteriza al funcionamiento de un determinado sistema socio-económico? (Martín-Baró, 1983a).
La visión homeostática nos lleva a recelar de todo lo que es cambio y desequilibrio, a valorar como malo todo aquello que representa ruptura, conflicto y crisis. Desde esta perspectiva, más o menos, implícita, resulta difícil que los desequilibrios inherentes a las luchas sociales no sean interpretados como trastornos personales (¿no hablamos de personas desequilibradas?) y los conflictos generados por el rechazo al ordenamiento social no sean considerados patológicos.
El último presupuesto que quiero mencionar de la Psicología dominante es quiza el más grave: su ahistoricismo. El cientismo dominante nos lleva a considerar que la naturaleza humana es universal, y por lo tanto, que no hay diferencias de fondo entre el estudiante del MIT y el campesino nicaragüense, entre John Smith, de Peoria (Illinois, Estados Unidos), y Leonor González, de Cuisnahuat (El Salvador). Así, aceptamos la escala de necesidades de Maslow como una jerarquía universal o asumimos que el Stanford-Binet apenas tiene que ser adaptado y tipificado para medir la inteligencia de nuestras poblaciones. Sin embargo, una concepción del ser humano que pone su universalidad en su historicidad, es decir, en ser una naturaleza histórica, acepta que tanto las necesidades como la inteligencia son en buena medida una construcción social y, por lo tanto, que asumir dichos modelos presuntamente transculturales y transhistóricos, elaborados en circunstancias distintas a las nuestras, puede llevarnos a una grave distorsión de lo que en realidad son nuestros pueblos.
Falsos dilemas
La dependencia de la Psicología latinoamericana le ha llevado a debatirse en falsos dilemas. Falsos no tanto porque no representen dilemas teóricos sobre el papel, cuanto porque no responden a los interrogantes de nuestra realidad. Tres dilemas característicos, que todavía en algunas partes levantan ampollas, son: Psicología científica frente a Psicología «con alma»; Psicología humanista frente a Psicología materialista, y Psicología reaccionaria frente a Psicología progresista.
El primer dilema, quizá ya el más superado en los centros académicos, llevaba a ver una oposición entre los planteamientos de la Psicología y una Antropología cristiana. La «Psicología de las ratas» era contrapuesta a una «Psicología con alma», mientras psicólogos y sacerdotes peleaban por un mismo rol frente a los sectores medios o burgueses de la sociedad. Ciertamente, el dogmatismo de muchos clérigos les llevaba a recelar un peligro contra la fe religiosa en la teorías psicológicas y a ver sus explicaciones como una negación de lo trascendente del ser humano. Pero tampoco los psicólogos latinoamericanos, con sus esquemas Made in USA, supieron eludir el dilema, quizá porque les faltaba una adecuada comprensión tanto de sus propios esquemas como sobre todo de lo que suponían los planteamientos religiosos.
Un segundo dilema, más vigente que el anterior, es el que opone una Psicología humanista a una Psicología materialista o deshumanizada. En lo personal, este dilema me desconcierta, porque creo que una teoría o un modelo psicológico serán valiosos o no, tendrán o no tendrán utilidad para el trabajo práctico y, en todo caso, acertarán más o menos, mejor o peor, como teoría o modelos psicológicos. Pero no logro ver en qué respecto Carl R. Rogers sea más humanista que Sigmud Freud o Abraham Maslow más que Henri Wallon. Más bien creo que si Freud logra una mejor compresión del ser humano que Rogers, o Wallon o que Maslow, sus teorías propiciarán un quehacer psicológico más adecuado, y, en consecuencia, harán un mejor aporte para la humanización de las personas.
El tercer dilema es el de una Psicología reaccionaria frente a una Psicología progresista. El dilema, una vez más, es válido, aunque se suele plantear inadecuadamente. Una Psicología reaccionaria es aquella cuya aplicación lleva al afianzamiento de un orden social injusto; una Psicología progresista es aquella que ayuda a los pueblos a progresar, a encontrar el camino de su realización histórica, personal y colectiva. Ahora bien, una teoría psicológica no es reaccionaria sin más por el hecho de venir de los Estados Unidos, como el que tenga su origen en la Unión Soviética no le convierte automáticamente en progresista o revolucionaria. Lo que hace reaccionaria o progresista a una teoría no es tanto su lugar de origen cuanto su capacidad para explicar u ocultar la realidad y, sobre todo, para reforzar y transformar el orden social. Lamentablemente existe bastante confusión al respecto, y conozco centros de estudios o profesores que aceptan la reflexología debido a la nacionalidad de Pavlov o a que están más atentos a la ortodoxia política que a la verificación histórica de sus planteamientos.
Estos tres dilemas denotan una falta de independencia para plantear los problemas más acuciantes de los pueblos latinoamericanos, para utilizar con total libertad aquellas teorías o modelos que la praxis muestre ser más válidos y útiles, o para elaborar nuevos. Tras los dilemas se esconden posturas dogmáticas, más propias de un espíritu de dependencia provinciana que de un compromiso científico por encontrar y sobre todo de hacer la verdad de nuestros pueblos latinoamericanos.
Hacia una psicología de la liberación
Desde las reflexiones anteriores se sigue claramente una conclusión: si queremos que la Psicología realice algún aporte significativo a la historia de nuestros pueblos, si como psicólogos queremos contribuir al desarrollo de los países latinoamericanos, necesitamos replantearnos nuestro bagaje teórico y práctico, pero replanteárnoslo desde la vida de nuestros propios pueblos, desde sus sufrimientos, sus aspiraciones y luchas. Si se me permite formular esta propuesta en términos latinoamericanos, hay que afirmar que si pretendemos que la Psicología contribuya a la liberación de nuestros pueblos, tenemos que elaborar una Psicología de la liberación. Pero elaborar una psicología de la liberación no es una tarea simplemente teórica, sino primero y fundamentalmente práctica. Por eso, si la Psicología latinoamericana quiere lanzarse por el camino de la liberación tiene que romper con su propia esclavitud. En otras palabras, realizar una Psicología de la liberación exige primero lograr una liberación de la Psicología.
Preguntaba yo recientemente a uno de los más connotados teóricos de la liberación cuáles serían, en su opinión, las tres intuiciones más importantes de esa teología. Sin dudarlo mucho, mi buen amigo señaló los siguientes puntos:
1. La afirmación del objeto de la fe cristiana es un Dios de vida y, por lo tanto, que el cristiano debe asumir como su primordial tarea religiosa promover la vida. Desde esta perspectiva cristiana, lo que se opone a la fe en Dios no es el ateísmo sino la idolatría, es decir la creencia en falsos dioses, dioses que producen muerte. La fe cristiana en un Dios de vida debe buscar, por consiguiente, todas aquellas condiciones históricas que den vida a los pueblos; y en el caso concreto de los pueblos latinoamericanos, esta búsqueda de la vida exige un primer paso de liberación de las estructuras ?sociales, primero; personales, después? que mantienen una situación de pecado, es decir, de opresión mortal de las mayorías.
2. La verdad práctica tiene primacía sobre la verdad teorétical, la ortopraxis sobre la ortodoxia. Para la teología de la liberación, más que importante que las afirmaciones son las acciones, y más expresivo de la fe es el hacer que el decir. Por lo tanto, la verdad de la fe mostrarse en realizaciones históricas que evidencien y hagan creíble la existencia de un Dios de vida. En este contexto adquieren toda su significación las necesarias mediaciones que hacen posible la liberación histórica de los pueblos de las estructuras que los oprimen e impiden su vida y su desarrollo humano.
3. La fe cristiana llama a realizar una opción preferencial por los pobres. La teología de la liberación afirma que a Dios hay que buscarlo entre los pobres y marginados, y con ellos y desde ellos vivir la vida de fe. La razón para esta opción es múltiple. En primer lugar, porque ésa fue, en concreto, la opción de Jesús. En segundo lugar, porque los pobres constituyen la mayoría de nuestros pueblos. Pero en tercer lugar porque los pobres ofrecen condiciones objetivas y subjetivas de apertura al otro y, sobre todo, al radicalmente otro. La opción por los pobres no se opone al universalismo salvífico, pero reconoce que la comunidad de los pobres es el lugar teolólogico por excelencia desde el cual realizar la tarea salvadora, la construcción del reino de Dios.
Desde la insoiración de la teología de la liberación podemos podemos proponer tres elementos esenciales para la construcción de una Psicología de la liberación de los pueblos latinoamericanos: un nuevo horizonte, una nueva epistemología y una nueva praxis.
Un nuevo horizonte
La psicología latinoamericana debe descentrar su atención de sí misma, despreocuparse de su status científico y social y proponerse un servicio eficaz alas necesidades de las mayorías populares. Son los problemas reales de los propios pueblos, no los problemas que preocupan otras latitudes, los que deben constituir el objeto primordial de su trabajo. Y, hoy por hoy, el problema más importante que confrontan las grandes mayorías latinoamericanas es su situación de miseria opresiva, su condición de dependencia marginante que les impone una existencia inhumana y les arrebata la capacidad para definir su vida. Por tanto, si la necesidad objetiva más perentoria de las mayoría latinoamericanas la constituye su liberación histórica de unas estructuras sociales que les mantienen oprimidas, hacia esa área debe enfocar su preocupación y su esfuerzo la Psicología.
La psicología ha estado siempre clara sobre la necesidad de liberación personal, es decir, la exigencia de que las personas adquieran control sobre su propia existencia y sean capaces de orientar su vida hacia aquellos objetivos que se propongan como valiosos, sin que mecanismos inconscientes o experiencias conscientes les impidan el logro de sus metas existenciales y de su felicidad personal. Sin embargo, la Psicología ha estado por lo general muy poco clara de la íntima relación entre desalienación personal y desalienación social, entre control individual y poder colectivo, entre liberación de cada persona y la liberación de todo un pueblo. Más aún, con frecuencia la Psicología ha contribuido a obscurecer la relación entre enajenación personal y opresión social, como si la patología de las personas fuera algo ajeno a la historia y a la sociedad o como si el sentido de los trastornos comportamentales se agotara en el plano individual (Martín-Baró, 1984).
La Psicología debe trabajar por la liberación de los pueblos latioinamericanos, un proceso que, como mostró la alfabetización conscientizadora de Paulo Freire, entraña una ruptura con las cadenas de la opresión personal como de las cadenas de la opresión social. La reciente historia del pueblo salvadoreño prueba que la superación de su fatalismo existencial, eso que púdica o ideológicamente algunos psicólogos deciden llamar «control externo» o «desesperanza aprendida», como si fuera un problema de orden puramente intraindividual, involucra una confrontación directa con las fuerzas estructurales que les mantienen oprimidos, privados de control sobre su existencia y forzados a prender la sumisión y a no esperar nada de la vida.
Una nueva epistemología
El objetivo de servir a la necesidad de liberación de los pueblos latinoamericanos exige una nueva forma de buscar el conocimiento: la verdad de los pueblos latinoamericanos no está en su presente de opresión, sino en su mañana de libertad; la verdad de las mayorías populares no hay que encontrarla sino hay que hacerla. Ello supone, por lo menos, dos aspectos: una nueva perspectiva y una nueva praxis.
La nueva perspectiva tiene que ser desde abajo, desde las propias mayorías populares oprimidas. ¿Nos hemos preguntado alguna vez seriamente cómo se ven los procesos psico-sociales desde la vertiente del dominado en lugar de verlos desde la vertiente del dominador? ¿Hemos intentado plantear la Psicología educativa desde el analfabeto, la Psicología laboral desde el desempleado, la Psicología clínica desde el marginado? ¿Cómo se verá la salud mental desde el colono de una hacienda, la madurez personal desde el habitante del tugurio, la motivación desde la señora de los mercados? Observen que se dice «desde» el analfabeto y el desempleado, el colono y la señora de los mercados, no «para» ellos. No se trata de que nostros pensemos por ellos, de que les transmitamos nuestros esquemas o de que les resolvamos sus problemas; se trata de que pensemos y teoricemos con ellos y desde ellos. También aquí acertó la intuición pionera de Paulo Freire, quien planteó la pedagogía «del» oprimido y no «para» el oprimido; era la misma persona, la misma comunidad la que debía constituirse en sujeto de su propia alfabetización conscientizadora, la que debía aprender en diálogo comunitario con el educador a leer su realidad y a escribir su palabra histórica. Y así como la teología de la liberación ha subrayado que sólo desde el pobre es posible encontrar al Dios de la vida anunciado por Jesús, una Psicología de la liberación tiene que aprender que sólo desde el mismo pueblo oprimido será posible descubrir y construir la verdad existencial de los pueblos latinoamericanos.
Asumir una nueva perspectiva no supone, obviamente, echar por la borda todos nuestros conocimientos; lo que supone es su relativización y revisión crítica desde la perspectiva de las mayorías populares. Sólo desde ahí las teorías y modelos mostrarán su validez o su deficiencia, su utilidad o su inutilidad, su universalidad o su provincialismo; sólo desde ahí las técnicas aprendidas mostrarán sus potencialidades liberadoras o sus semillas de sometimiento.
Una nueva praxis
Todo conocimiento humano está condicionado por los límites impuestos por la propia realidad. Bajo muchos respectos la realidad es opaca, y sólo actuando sobre ella, sólo transformándola, le es posible al ser humano adquirir noticias de ella. Lo que veamos y cómo lo vemos está ciertamente condicionado por nuestra perspectiva, por el lugar desde el que nos asomamos a la historia; pero está condicionado también por la propia realidad. De ahí que para adquirir un nuevo conocimiento psicológico no baste con ubicarnos en la perspectiva del pueblo, es necesario involucrarnos en una nueva praxis, una actividad transformadora de la realidad que nos permita conocerla no sólo en lo que es, sino en lo que no es, y en ello en la medida intentamos orientarla hacia lo que debe ser. Como dice Fals Borda (1985, p. 130) hablando de la investigación participativa, sólo al participar se produce «el rompimiento voluntario y vivencial de la relación asimétrica de sumisión y dependencia, implícita en el binomio sujeto/objeto».
Por lo general, el psicólogo ha intentado insertarse en los procesos sociales desde las instancias de control. La pretendida asepsia científica ha sido, en la práctica, un aceptar la perspectiva de quien tiene el poder y un actuar desde quien domina. Como psicólogos escolares hemos trabajado desde la dirección de la escuela, y no desde la comunidad; como psicólogos del trabajo hemos seleccionado o entrenado al personal según las exigencias del propietario o del gerente, no desde los propios trabajadores o de sus sindicatos; incluso como psicólogos comunitarios hemos llegado con frecuencia a las comunidades montados en el carro de nuestros esquemas y proyectos, de nuestro saber y nuestro dinero. No es fácil definir cómo insertarnos en los procesos desde el dominado y no desde el dominador. No es fácil incluso dejar nuestro papel de superioridad profesional o tecnócrata y trabajar mano a mano con los grupos populares. Pero si no nos embarcamos en ese nuevo tipo de praxis, que además de transformar la realidad nos transforme a nosotros mismos, difícilmente lograremos desarrollar una Psicología latinoamericana que contribuya a la liberación de nuestros pueblos.
El problema de una nueva praxis plantea el problema del poder y, por lo tanto, el problema de la politización de la Psicología. Este es un tema para muchos escabroso, pero no por ello menos importante. Ciertamente, asumir una perspectiva, involucrarse en una praxis popular, es tomar partido. Se presupone que al tomar partido se abdica de la objetividad científica, confundiendo de este modo la parcialidad con la obejtividad. El que un conocimiento sea parcial no quiere decir que sea subjetivo; la parcialidad puede ser consecuencia de unos intereses, más o menos conscientes, pero puede ser también de una opción ética. Y mientras todos estemos condicionados por nuestros intereses de clase que parcializan nuestro conocimiento, no todos realizan una opción ética consciente que asuma una parcialización coherente con los propios valores. Frente a la tortura o el asesinato, por ejemplo, hay que tomar partido, lo cual no quiere decir que no se pueda lograr la objetividad en la comprensión del acto criminal y de su autor, torturador o asesino. De no ser así, fácilmente condenaremos como asesinato la muerte causada por el guerrillero, pero condonaremos y aun exaltaremos como acto de heroísmo la muerte producida por el soldado o el policía. Por ello, coincido con Fals Borda (1985) quien mantiene que el conocimiento práxico que se adquiere mediante la investigación participativa debe encaminarse hacia el logro de un poder popular, un poder que permita a los pueblos volverse protagonistas de su propia historia y realizar aquellos cambios que hagan a las sociedades latinoamericanas más justas y humanas.
Tres tareas urgentes
Son muchas las tareas que se le presentan a la Psicología latinoamericana de la liberación, tanto teóricas como prácticas. Presento tres que me parecen de una especial importancia y urgencia: la recuperación de la memoria histórica, la desideologización del sentido común y de la experiencia cotidiana, y la potenciación de las virtudes populares.
En primer lugar, la recuperación de la memoria histórica. La difícil lucha por lograr la satisfacción cotidiana de las necesidades básicas fuerza a las mayorías populares a permanecer en un permanente presente psicológico, en un aquí y ahora sin un antes ni después; más aún, el discurso dominante estructura una realidad aparentemente natural y ahistórica, que lleva a aceptarla sin más. Es imposible, así, sacar lecciones de la experiencia y, lo que es más importante, encontrar las raíces de la propia identidad, tanto para interpretar el sentido de lo que actualmente se es como para vislumbrar posibilidades alternativas sobre lo que se puede ser. La imagen predominante negativa que el latinoamericano medio tiene de sí mismo respecto a otros pueblos (Montero, 1984) denota la interiorización de la opresión en el propio espíritu, semillero propicio al fatalismo conformista, tan conveniente para el orden establecido.
Recuperar la memoria histórica significará «descubrir selectivamente, mediante la memoria colectiva, elementos del pasado que fueron eficaces para defender los intereses de las clases explotadas y que vuelven otra vez a ser útiles para los objetivos de lucha y conscientización» (Fals Borda, 1985, p. 139). Se trata de recuperar no sólo el sentido de la propia identidad, no sólo el orgullo de pertencer a un pueblo así como de contar con una tradición y una cultura, sino, sobre todo, de rescatar aquellos aspectos que sirvieron ayer y que servirán hoy para la liberación. Por eso, la recuperación de una memoria histórica va asuponer la reconstrucción de unos modelos de identificación que, en lugar de encadenar y enajenar a los pueblos, les abra el horizonte hacia su liberación y realización.
Es preciso, en segundo lugar, contribuir a desideologizar la experiencia cotidiana. Sabemos que el conocimiento es una construcción social. Nuestros países viven sometidos a la mentira de un discurso dominante que niega, ignora o disfraza aspectos esenciales de la realidad. El mismo «garrotazo cultural» que día tras día se propina a nuestros pueblos a través de los medios de comunicación masiva constituye un marco de referencia en el que difícilmente pueda encontrar adecuada formalización la experiencia cotidiana de la mayoría de las personas, sobre todo, de los sectores populares. Se va conformando así un ficticio sentido común, engañoso y alienador, pábulo para el mantenimiento de las estructuras de explotación y las actitudes de conformismo. Desideologizar significa rescatar la experiencia original de los grupos y personas y devolvérsela como dato objetivo, lo que permitirá formalizar la conciencia de su propia realidad verificando la validez del conocimiento adquirido (Martín-Baró, 1985a, 1985b). Esta desideologización debe realizarse, en lo posible, en un proceso de participación crítica en la vida de los sectores populares, lo que representa una cierta ruptura con las formas predominantes de investigación y análisis.
Finalmente, debemos trabajar por potenciar las virtudes de nuestros pueblos. Por no referirme más que a mi propio pueblo, el pueblo de El Salvador, la historia contemporánea ratifica día tras día su insobornable solidaridad en el sufrimiento, su capacidad de entrega y de sacrificio por el bien colectivo, su tremenda fe en la capacidad humana de transformar el mundo, su esperanza en un mañana que violentamente se les sigue negando. Estas virtudes están vivas en las tradiciones populares, en la religiosidad popular, en aquellas estructuras sociales que han permitido al pueblo salvadoreño sobrevivir históricamente en condiciones de inhuma opresión y represión, y que le permiten hoy en día mantener viva la fe en su destino y la esperanza en su futuro a pesar de la pavorosa guerra civil que ya se prolonga por más de seis años.
Monseñor Romero, el asesinado arzobispo de San Salvador, dijo en una oportunidad refiriéndose a las virtudes del pueblos salvadoreño: «Con este pueblo, no es difícil ser buen pastor». ¿Cómo es posible que nosotros, psicólogos latinoamericanos, no hayamos sido capaces de descubrir todo ese rico potencial de virtudes de nuestros pueblos y que, consciente o inconscientemente, volvamos nuestros ojos a otros países y a otras culturas a la hora de definir obejtivos e ideales?
Hay una gran tarea por delante si pretendemos que la Psicología latinoamericana realice un aporte significativo a la Psicología universal y, sobre todo, a la historia de nuestros pueblos. A la luz de la situación actual de opresión y fe, de represión y solidaridad, de fatalismo y de luchas que caracterizana nuestros pueblos, esa tarea debe ser la de una Psicología de la liberación. Pero una Psicología de la liberación requiere una liberación previa de la Psicología, y esa liberación sólo llega de la mano con una praxis comprometida con los sufrimientos y esperanzas de los pueblos latinoamericanos.
El aporte social de la Psicología en Latinoamérica
Desde la perspectiva de conjunto, hay que reconocer que el aporte de la Psicología, como ciencia y como praxis, a la historia de los pueblos latinoamericanos es extremadamente pobre. No han faltado, ciertamente, psicólogos preocupados por los grandes problemas del subdesarrollo, dependencia y opresión que agobian a nuestros pueblos; pero, a la hora de materializarse, en muchos casos esas preocupaciones se han tenido que canalizar a través de un compromiso político personal al margen de la Psicología, cuyos esquemas resultan inoperantes para responder las necesidades populares.
No me refiero sólo a la Psicología social, cuya crisis de significación ha sido un tema muy aireado en la última década; me refiero a la psicología en su conjunto, la teórica y la aplicada, la individual, la social, la clínica y la educativa. Mi tesis es que el quehacer de la Psicología latinoamericana, salvadas algunas excepciones, no sólo ha mantenido una dependencia servil a la hora de plantearse problemas y de buscar soluciones, sino que ha permanecido al margen de los grandes movimientos e inquietudes de los pueblos latinoamericanos.
Cuando se trata de señalar algún aporte latinoamericano al acervo de la Psicología universal se suelen mencionar, entre otros, la «tecnología social» de Jacobo Varela (1971) o los planteamientos psicoanalíticos de Enrique Pichon-Riviere, en Argentina. Ambos trabajos merecen todo nuestro respeto y no seré yo quien los minimice. Sin embargo, es significativo que la obra de Varela fuera publicada originalmente en inglés y que se inscriba en en la línea de los estudios norteamericanos sobre actitudes, como si para aportar algo universal un latinoamericano tuviera que abdicar de su origen o de su identidad. Respecto a los trabajos de Pichon-Riviere es triste afirmar que todavía son insuficientemente conocidos fuera de Argentina.
Posiblemente los aportes latinoamericanos de más enjundia e impacto social puedan encontrarse allá donde la Psicología se ha dado de la mano con otras áreas de las ciencias sociales. El caso más significativo me parece constituirlo, sin duda alguna, el método de la alfabetización conscientizadora de Paulo Freire (1970, 1971), surgido de la fecundación entre educación y psicología, Filosofía y Sociología. El concepto ya consagrado de conscientización articula la dimensión psicológica de la conciencia personal con su dimensión social y política, y pone de manifiesto la dialéctica histórica entre entre el saber y el hacer, el crecimeinto individual y la organización comunitaria, la liberación personal y la transformación social. Pero, sobre todo, la conscientización constituye una respuesta histórica a la carencia de palabra personal y social, de los pueblos latinoamericanos, no sólo imposibilitados para leer y escribir el alfabeto, sino sobre todo para leerse a sí mismos y para escribir su propia historia. Lamentablemente tan significativo como el aporte de Freire resulta la poca importancia que se concede al estudio crítico de su obra, sobre todo si se compara con el esfuerzo y tiempo dedicados en nuestros programas a aportes tan triviales como algunas de las llamadas «teorías del aprendizaje» o a algunos modelos cognoscitivos, hoy tan en boga.
La precariedad del aporte de la Psicología latinoamericana se aprecia mejor cuando se lo compara con el de otras ramas del quehacer intelectual. Así, por ejemplo, la teoría de la dependencia ha sido un esfuerzo original de la Sociología de Latinoamérica por dar razón de ser de la sitación de subdesarrollo de nuestros países sin recurrir a explicaciones derogatorias de la cultura latinoamericana ligadas a la concepcción de la «ética protestante». Es bien conocido, también, el rico aporte de nuestra novelística; para nuestro rubor, no resulta exagerado afirmar que se aprende bastante más sobre la Psicología de nuestros pueblos leyendo una novela de García Márquez o de Vargas Llosa que nuestros trabajos técnicos sobre el carácter y la personalidad. Y ciertamente, la teología de la liberación ha sido capaz de reflejar y estimular al mismo tiempo las recientes luchas históricas de las masas marginales con mucha más fuerza que nuestros análisis y recetas psicológicas sobre la modernización o el cambio social.
A diferencia de la cultura sajona, la cultura latina tiende a conceder un importante papel a las características de las personas y a las relaciones interpersonales. En un país como El Salvador, el presidente de la República se constituye en el referente inmediato de casi todos los problemas, desde los más grandes hasta los más pequeños, y a él se le atribuye la responsabilidad de resolución, lo que lleva a acudir al presidente lo mismo para reclamarle sobre la guerra que sobre un pleito de vecinos, para estimular la reactivación económica del país que para cancelar un indiscreto prostíbulo situado junto a la escuela (Martín-Baró, 1973). En este contexto cultural que tiende a personalizar y aun psicologizar todos los procesos, la Psicología tiene un vasto campo de influjo. Y, sin embargo, en vez de contribuir a desmontar ese senido común de nuestras culturas que oculta y justifica intereses dominantes transmutándolos en rasgos de carácter, la Psicología ha abonado ?por acción o por omisión? el psicologismo imperante. Incluso en el caso de la alfabetización conscientizadora de Freire se ha llegado a recuperar para el sistema sus principales categorías despojándolas de su esencial dimensión política y convirtiéndolas en categorías puramente psicológicas. Actualmente con la creciente subjetivización de los enfoques predominates, la Psicología sigue alimentando el psicologismo cultural ofreciéndose como una verdadera « ideología de recambio» (Deleule, 1972). En nuestro caso, el psicologismo ha servido para fortalecer, directa o indirectamente, las estructuras opresivas al desviar la atención de ellas hacia los factores individuales y subjetivos.
No se trata aquí de establecer un balance de la Psicología latinoamericana, entre otras cosas porque está todavía por hacer una historia que trascienda la organización más o menos parcial de datos (ver, por ejemplo, Ardila, 1982, 1986; Díaz-Guerrero, 1984; Whitford, 1985). De lo que se trata es de preguntarnos si con el bagaje psicológico que disponemos podemos decir y, sobre todo, hacer algo que contribuya significativa a dar respuesta a los problemas cruciales de nuestros pueblos. Porque en nuestro caso más que en ningún otro tiene validez aquello que de que la preocuapción del científico social no debe cifrarse tanto en explicar el mundo cuanto en transformalo.
La esclavitud de la psicología Latinoamericana
Una de las justificaciones que se puede dar a la pobreza del aporte histórico de la Psicología latinoamericana estriba en su relativa juventud. Como confirmación de este punto de vista se apunta a las propuestas originales que empiezan a surgir un poco por todas parte (Psicología, 1985). El argumento es válido, aunque insuficiente, y se vuelve peligroso si en él nos escudáramos para no revisar las deficiencias que nos han llevado (y, en muchos casos, nos siguen llevando) a la marginalidad científica y a la inoperancia social.
En mi opinón, la miseria de la Psicología latinoamericana hunde sus raíces en una historia de dependencia colonial que no coincide con la historia de la colonia iberoamericana, sino con el neocolonialismo del «garrote y la zanahoria» que se nos ha impuesto desde hace un siglo. El «garrotazo cultural» que diariamente reciben nuestros pueblos con frecuencia encuentra en la Psicología un instrumento más entre otros para moldear las mentes y un valioso aliado para tranquilizar conciencias al explicar las indudables ventajas de la zanahoria modernista y tecnológica.
Podemos sintetizar en tres las principales causas de la miseria histórica de la Psicología latinoamericana, las tres relacionadas entre sí: su mimetismos cientista, su carencia de una epistemología adecuada y su dogmatismo provinciano. Examinemos por separado cada una de ellas.
Mimetismo cientista
A la Psicología latinoamericana le ha ocurrido algo parecido a lo que le ocurrió a la psicología nortemaricana a comienzos de siglo: su deseo de adquirir un reconocimiento científico y un status social les ha hecho dar un serio traspiés. La psicología norteamericana volvió su mirada a las ciencias naturales a fin de adquirir un método y unos conceptos que la consagraran como científica mientras negociaba su aporte a las necesidades del poder establecido a fin de recibir un puesto y un rango sociales. La Psicología latinoamericana lo que hizo fue volver su mirada al big brother, quien ya era respetado científica y socialmente, y a él pidió prestado su bagaje conceptual, metodológico y práctico, a la espera de poder negociar con las instancias sociales de cada país un status social equivalente al adquirido por los norteamericanos.
Es discutible si la profesión del psicólogo ha logrado ya en los países latinoamericanos el reconocimiento social que buscaba; lo que sí es claro es que la casi totalidad de sus esquemas teóricos y prácticos ha sido importada de los Estados Unidos. Así, los enfoques psicoanalíticos u organicistas que imperaron en un primer momento debido a la dependencia de la Psicología respecto a las escuelas psiquiátricas, sucedió una oleada de conductismo a ultranza e individualismo metodológico. Hoy muchos psicólogos latinoamericanos han descartado el conductismo y se han afiliado a una u otra forma de Psicología cognoscitiva, no tanto por haber sometido a crítica los esquemas psicoanalíticos o conductistas cuanto porque ése es el enfoque de moda en los centros académicos norteamericanos.
El problema no radica tanto en las virtudes o defectos que pueden tener el conductismo o las teorías cognoscitivas cuanto en el mimetismo que nos lleva a aceptar los sucesivos modelos vigentes en los Estados Unidos, como si el aprendiz se volviera médico al colgarse del cuello el estetoscopio o como si el niño se hiciera adulto por el hecho de ponerse las ropas de papá. La aceptación acrítica de las teorías y modelos es precisamente la negación de los fundamentos de la misma ciencia. Y la importación ahistórica de esquemas conduce a la ideologización de los planteamientos cuyo sentido y validez, como nos lo recuerda la sociología del conocimiento, remiten a unas cirscunstancias sociales y a unos cuestionamientos concretos.
Carencia de una epistemología adecuada
Los modelos dominates en la Psicología se fundan en una serie de presupuestos que sólo rara vez se discuten y a los que todavía con menos frecuencia se proponen alternativas. Mencionaré cinco de esos presupuestos que, en mi opinión, han lastrado las posibilidades de de la Psicología latinoamericana: el positivismo, el individualismo, el hedonismo, la vidión homeostática y el ahistoricismo.
El positivismo, como lo indica su nombre, es aquella concepción de la ciencia que considera que el conocimiento debe limitarse a los datos positivos, a los hechos y a sus relaciones empíricamente verificables, descartando todo lo que pueda ser caracterizado como metafísica. De ahí que el positivismo subraye el cómo de los fenómenos, pero tienda a dejar de lado el qué, el por qué y el para qué. Esto, obviamente, supone un parcialización de la existencia humana que le ciega a sus significados más importantes. Nada de extrañar, entonces, que el positivismo se sienta tan a gusto en el laboratorio, donde puede «controlar» todas las variables, y termine reduciéndose al examen de verdaderas trivialidades, que poco o nada dicen de los problemas de cada día.
Con todo, el problema más grave del positivismo radica precisamente en su esencia, es decir, en su ceguera de principio para la negatividad. El no reconocer más de lo dado lleva a ignorar aquello que la realidad existente niega, es decir, aquello que no existe pero que sería históricamente posible, si se dieran otras condiciones. Sin duda, un análisis positivista del campesino salvadoreño puede llevar a la conclusión de que se trata de una persona machista y fatalista, de manera semejante a como el estudio de la inteligencia del negro norteamericano lleva a la conclusión de que su cociente intelectual se encuentra en promedio una desviación típica por debajo del cociente intelectual del blanco. Considerar que la realidad no es más que lo dado, que el campesino salvadoreño es sin más fatalista o el negro menos inteligente, constituye una ideologización de la realidad que termina consagrando como natural el orden existente. Obviamente, desde una perspectiva así, magro es el horizonte que se nos dibuaja a los latinoamericanos, y pobre el futuro que la Psicología nos pueda ofrecer.
Resulta paradójico que este positivismo se combine, en la investigación psicológica, con un idealismo metodológico. Pues idealista es el esquema que antepone el marco teórico al análisis de la realidad, y que no da más pasos que la exploración de los hechos que aquellos que le indican la fromulación de sus hipótesis. Siendo así que las teorías de las que se suele arrancar han surgido frente a situaciones positivas muy distintas a las nuestras, este idealismo puede terminar no sólo cegándonos a la negatividad de nuestras condiciones humanas, sino incluso a su misma positividad, es decir, a lo que de hecho son.
El segundo presupuesto de la Psicología dominante lo constituye el individualismo, mediante el cual se asume al sujeto último de la Psicología es el individuo como entidad de sentido en sí misma. El problema con el individualismo radica en su insistencia por ver en el individuo lo que a menudo no se encuentra sino en la colectividad, o por remitir a la individualidad lo que sólo se produce en la dialéctica de las relaciones interpersonales. De esta manera el individualismo termina reforzando las estructuras existentes al ignorar la realidad de las estructuras sociales y reducir los problemas estructurales a problemas personales.
Del hedonismo imperante en Psicología se ha hablado bastante, aunque quizá no se ha subrayado lo suficiente cuán incrustado está hasta en los modelos más divergentes en su uso. Tan hedonista es el psicoanálisis como el conductismo, la reflexología como la Gestalt. Ahora bien, yo me pregunto si con el hedonismo se puede entender adecuadamente el comportamiento solidario de un grupo de refugiados salvadoreños que, nada más saber del reciente terremoto que devastó el centro de San Salvador, echaron mano de toda su reserva de alimentos y las enviaron a las víctimas de la zona más golpeada. El pretender que detrás de todo comportamiento hay siempre y por principio una búsqueda de placer o satisfacción, ¿no es cegarnos a una forma distinta del ser humano o, por lo menos, a una faceta distinta del ser humano, pero tan real como la otra? Integrar como presupuesto el hedonismo en nuestro marco teórico, ¿no es de hecho una concesión al principio de lucro fundante del sistema capitalista y, por lo tanto, una transposición a la naturaleza del ser humano de lo que caracteriza al funcionamiento de un determinado sistema socio-económico? (Martín-Baró, 1983a).
La visión homeostática nos lleva a recelar de todo lo que es cambio y desequilibrio, a valorar como malo todo aquello que representa ruptura, conflicto y crisis. Desde esta perspectiva, más o menos, implícita, resulta difícil que los desequilibrios inherentes a las luchas sociales no sean interpretados como trastornos personales (¿no hablamos de personas desequilibradas?) y los conflictos generados por el rechazo al ordenamiento social no sean considerados patológicos.
El último presupuesto que quiero mencionar de la Psicología dominante es quiza el más grave: su ahistoricismo. El cientismo dominante nos lleva a considerar que la naturaleza humana es universal, y por lo tanto, que no hay diferencias de fondo entre el estudiante del MIT y el campesino nicaragüense, entre John Smith, de Peoria (Illinois, Estados Unidos), y Leonor González, de Cuisnahuat (El Salvador). Así, aceptamos la escala de necesidades de Maslow como una jerarquía universal o asumimos que el Stanford-Binet apenas tiene que ser adaptado y tipificado para medir la inteligencia de nuestras poblaciones. Sin embargo, una concepción del ser humano que pone su universalidad en su historicidad, es decir, en ser una naturaleza histórica, acepta que tanto las necesidades como la inteligencia son en buena medida una construcción social y, por lo tanto, que asumir dichos modelos presuntamente transculturales y transhistóricos, elaborados en circunstancias distintas a las nuestras, puede llevarnos a una grave distorsión de lo que en realidad son nuestros pueblos.
Falsos dilemas
La dependencia de la Psicología latinoamericana le ha llevado a debatirse en falsos dilemas. Falsos no tanto porque no representen dilemas teóricos sobre el papel, cuanto porque no responden a los interrogantes de nuestra realidad. Tres dilemas característicos, que todavía en algunas partes levantan ampollas, son: Psicología científica frente a Psicología «con alma»; Psicología humanista frente a Psicología materialista, y Psicología reaccionaria frente a Psicología progresista.
El primer dilema, quizá ya el más superado en los centros académicos, llevaba a ver una oposición entre los planteamientos de la Psicología y una Antropología cristiana. La «Psicología de las ratas» era contrapuesta a una «Psicología con alma», mientras psicólogos y sacerdotes peleaban por un mismo rol frente a los sectores medios o burgueses de la sociedad. Ciertamente, el dogmatismo de muchos clérigos les llevaba a recelar un peligro contra la fe religiosa en la teorías psicológicas y a ver sus explicaciones como una negación de lo trascendente del ser humano. Pero tampoco los psicólogos latinoamericanos, con sus esquemas Made in USA, supieron eludir el dilema, quizá porque les faltaba una adecuada comprensión tanto de sus propios esquemas como sobre todo de lo que suponían los planteamientos religiosos.
Un segundo dilema, más vigente que el anterior, es el que opone una Psicología humanista a una Psicología materialista o deshumanizada. En lo personal, este dilema me desconcierta, porque creo que una teoría o un modelo psicológico serán valiosos o no, tendrán o no tendrán utilidad para el trabajo práctico y, en todo caso, acertarán más o menos, mejor o peor, como teoría o modelos psicológicos. Pero no logro ver en qué respecto Carl R. Rogers sea más humanista que Sigmud Freud o Abraham Maslow más que Henri Wallon. Más bien creo que si Freud logra una mejor compresión del ser humano que Rogers, o Wallon o que Maslow, sus teorías propiciarán un quehacer psicológico más adecuado, y, en consecuencia, harán un mejor aporte para la humanización de las personas.
El tercer dilema es el de una Psicología reaccionaria frente a una Psicología progresista. El dilema, una vez más, es válido, aunque se suele plantear inadecuadamente. Una Psicología reaccionaria es aquella cuya aplicación lleva al afianzamiento de un orden social injusto; una Psicología progresista es aquella que ayuda a los pueblos a progresar, a encontrar el camino de su realización histórica, personal y colectiva. Ahora bien, una teoría psicológica no es reaccionaria sin más por el hecho de venir de los Estados Unidos, como el que tenga su origen en la Unión Soviética no le convierte automáticamente en progresista o revolucionaria. Lo que hace reaccionaria o progresista a una teoría no es tanto su lugar de origen cuanto su capacidad para explicar u ocultar la realidad y, sobre todo, para reforzar y transformar el orden social. Lamentablemente existe bastante confusión al respecto, y conozco centros de estudios o profesores que aceptan la reflexología debido a la nacionalidad de Pavlov o a que están más atentos a la ortodoxia política que a la verificación histórica de sus planteamientos.
Estos tres dilemas denotan una falta de independencia para plantear los problemas más acuciantes de los pueblos latinoamericanos, para utilizar con total libertad aquellas teorías o modelos que la praxis muestre ser más válidos y útiles, o para elaborar nuevos. Tras los dilemas se esconden posturas dogmáticas, más propias de un espíritu de dependencia provinciana que de un compromiso científico por encontrar y sobre todo de hacer la verdad de nuestros pueblos latinoamericanos.
Hacia una psicología de la liberación
Desde las reflexiones anteriores se sigue claramente una conclusión: si queremos que la Psicología realice algún aporte significativo a la historia de nuestros pueblos, si como psicólogos queremos contribuir al desarrollo de los países latinoamericanos, necesitamos replantearnos nuestro bagaje teórico y práctico, pero replanteárnoslo desde la vida de nuestros propios pueblos, desde sus sufrimientos, sus aspiraciones y luchas. Si se me permite formular esta propuesta en términos latinoamericanos, hay que afirmar que si pretendemos que la Psicología contribuya a la liberación de nuestros pueblos, tenemos que elaborar una Psicología de la liberación. Pero elaborar una psicología de la liberación no es una tarea simplemente teórica, sino primero y fundamentalmente práctica. Por eso, si la Psicología latinoamericana quiere lanzarse por el camino de la liberación tiene que romper con su propia esclavitud. En otras palabras, realizar una Psicología de la liberación exige primero lograr una liberación de la Psicología.
Preguntaba yo recientemente a uno de los más connotados teóricos de la liberación cuáles serían, en su opinión, las tres intuiciones más importantes de esa teología. Sin dudarlo mucho, mi buen amigo señaló los siguientes puntos:
1. La afirmación del objeto de la fe cristiana es un Dios de vida y, por lo tanto, que el cristiano debe asumir como su primordial tarea religiosa promover la vida. Desde esta perspectiva cristiana, lo que se opone a la fe en Dios no es el ateísmo sino la idolatría, es decir la creencia en falsos dioses, dioses que producen muerte. La fe cristiana en un Dios de vida debe buscar, por consiguiente, todas aquellas condiciones históricas que den vida a los pueblos; y en el caso concreto de los pueblos latinoamericanos, esta búsqueda de la vida exige un primer paso de liberación de las estructuras ?sociales, primero; personales, después? que mantienen una situación de pecado, es decir, de opresión mortal de las mayorías.
2. La verdad práctica tiene primacía sobre la verdad teorétical, la ortopraxis sobre la ortodoxia. Para la teología de la liberación, más que importante que las afirmaciones son las acciones, y más expresivo de la fe es el hacer que el decir. Por lo tanto, la verdad de la fe mostrarse en realizaciones históricas que evidencien y hagan creíble la existencia de un Dios de vida. En este contexto adquieren toda su significación las necesarias mediaciones que hacen posible la liberación histórica de los pueblos de las estructuras que los oprimen e impiden su vida y su desarrollo humano.
3. La fe cristiana llama a realizar una opción preferencial por los pobres. La teología de la liberación afirma que a Dios hay que buscarlo entre los pobres y marginados, y con ellos y desde ellos vivir la vida de fe. La razón para esta opción es múltiple. En primer lugar, porque ésa fue, en concreto, la opción de Jesús. En segundo lugar, porque los pobres constituyen la mayoría de nuestros pueblos. Pero en tercer lugar porque los pobres ofrecen condiciones objetivas y subjetivas de apertura al otro y, sobre todo, al radicalmente otro. La opción por los pobres no se opone al universalismo salvífico, pero reconoce que la comunidad de los pobres es el lugar teolólogico por excelencia desde el cual realizar la tarea salvadora, la construcción del reino de Dios.
Desde la insoiración de la teología de la liberación podemos podemos proponer tres elementos esenciales para la construcción de una Psicología de la liberación de los pueblos latinoamericanos: un nuevo horizonte, una nueva epistemología y una nueva praxis.
Un nuevo horizonte
La psicología latinoamericana debe descentrar su atención de sí misma, despreocuparse de su status científico y social y proponerse un servicio eficaz alas necesidades de las mayorías populares. Son los problemas reales de los propios pueblos, no los problemas que preocupan otras latitudes, los que deben constituir el objeto primordial de su trabajo. Y, hoy por hoy, el problema más importante que confrontan las grandes mayorías latinoamericanas es su situación de miseria opresiva, su condición de dependencia marginante que les impone una existencia inhumana y les arrebata la capacidad para definir su vida. Por tanto, si la necesidad objetiva más perentoria de las mayoría latinoamericanas la constituye su liberación histórica de unas estructuras sociales que les mantienen oprimidas, hacia esa área debe enfocar su preocupación y su esfuerzo la Psicología.
La psicología ha estado siempre clara sobre la necesidad de liberación personal, es decir, la exigencia de que las personas adquieran control sobre su propia existencia y sean capaces de orientar su vida hacia aquellos objetivos que se propongan como valiosos, sin que mecanismos inconscientes o experiencias conscientes les impidan el logro de sus metas existenciales y de su felicidad personal. Sin embargo, la Psicología ha estado por lo general muy poco clara de la íntima relación entre desalienación personal y desalienación social, entre control individual y poder colectivo, entre liberación de cada persona y la liberación de todo un pueblo. Más aún, con frecuencia la Psicología ha contribuido a obscurecer la relación entre enajenación personal y opresión social, como si la patología de las personas fuera algo ajeno a la historia y a la sociedad o como si el sentido de los trastornos comportamentales se agotara en el plano individual (Martín-Baró, 1984).
La Psicología debe trabajar por la liberación de los pueblos latioinamericanos, un proceso que, como mostró la alfabetización conscientizadora de Paulo Freire, entraña una ruptura con las cadenas de la opresión personal como de las cadenas de la opresión social. La reciente historia del pueblo salvadoreño prueba que la superación de su fatalismo existencial, eso que púdica o ideológicamente algunos psicólogos deciden llamar «control externo» o «desesperanza aprendida», como si fuera un problema de orden puramente intraindividual, involucra una confrontación directa con las fuerzas estructurales que les mantienen oprimidos, privados de control sobre su existencia y forzados a prender la sumisión y a no esperar nada de la vida.
Una nueva epistemología
El objetivo de servir a la necesidad de liberación de los pueblos latinoamericanos exige una nueva forma de buscar el conocimiento: la verdad de los pueblos latinoamericanos no está en su presente de opresión, sino en su mañana de libertad; la verdad de las mayorías populares no hay que encontrarla sino hay que hacerla. Ello supone, por lo menos, dos aspectos: una nueva perspectiva y una nueva praxis.
La nueva perspectiva tiene que ser desde abajo, desde las propias mayorías populares oprimidas. ¿Nos hemos preguntado alguna vez seriamente cómo se ven los procesos psico-sociales desde la vertiente del dominado en lugar de verlos desde la vertiente del dominador? ¿Hemos intentado plantear la Psicología educativa desde el analfabeto, la Psicología laboral desde el desempleado, la Psicología clínica desde el marginado? ¿Cómo se verá la salud mental desde el colono de una hacienda, la madurez personal desde el habitante del tugurio, la motivación desde la señora de los mercados? Observen que se dice «desde» el analfabeto y el desempleado, el colono y la señora de los mercados, no «para» ellos. No se trata de que nostros pensemos por ellos, de que les transmitamos nuestros esquemas o de que les resolvamos sus problemas; se trata de que pensemos y teoricemos con ellos y desde ellos. También aquí acertó la intuición pionera de Paulo Freire, quien planteó la pedagogía «del» oprimido y no «para» el oprimido; era la misma persona, la misma comunidad la que debía constituirse en sujeto de su propia alfabetización conscientizadora, la que debía aprender en diálogo comunitario con el educador a leer su realidad y a escribir su palabra histórica. Y así como la teología de la liberación ha subrayado que sólo desde el pobre es posible encontrar al Dios de la vida anunciado por Jesús, una Psicología de la liberación tiene que aprender que sólo desde el mismo pueblo oprimido será posible descubrir y construir la verdad existencial de los pueblos latinoamericanos.
Asumir una nueva perspectiva no supone, obviamente, echar por la borda todos nuestros conocimientos; lo que supone es su relativización y revisión crítica desde la perspectiva de las mayorías populares. Sólo desde ahí las teorías y modelos mostrarán su validez o su deficiencia, su utilidad o su inutilidad, su universalidad o su provincialismo; sólo desde ahí las técnicas aprendidas mostrarán sus potencialidades liberadoras o sus semillas de sometimiento.
Una nueva praxis
Todo conocimiento humano está condicionado por los límites impuestos por la propia realidad. Bajo muchos respectos la realidad es opaca, y sólo actuando sobre ella, sólo transformándola, le es posible al ser humano adquirir noticias de ella. Lo que veamos y cómo lo vemos está ciertamente condicionado por nuestra perspectiva, por el lugar desde el que nos asomamos a la historia; pero está condicionado también por la propia realidad. De ahí que para adquirir un nuevo conocimiento psicológico no baste con ubicarnos en la perspectiva del pueblo, es necesario involucrarnos en una nueva praxis, una actividad transformadora de la realidad que nos permita conocerla no sólo en lo que es, sino en lo que no es, y en ello en la medida intentamos orientarla hacia lo que debe ser. Como dice Fals Borda (1985, p. 130) hablando de la investigación participativa, sólo al participar se produce «el rompimiento voluntario y vivencial de la relación asimétrica de sumisión y dependencia, implícita en el binomio sujeto/objeto».
Por lo general, el psicólogo ha intentado insertarse en los procesos sociales desde las instancias de control. La pretendida asepsia científica ha sido, en la práctica, un aceptar la perspectiva de quien tiene el poder y un actuar desde quien domina. Como psicólogos escolares hemos trabajado desde la dirección de la escuela, y no desde la comunidad; como psicólogos del trabajo hemos seleccionado o entrenado al personal según las exigencias del propietario o del gerente, no desde los propios trabajadores o de sus sindicatos; incluso como psicólogos comunitarios hemos llegado con frecuencia a las comunidades montados en el carro de nuestros esquemas y proyectos, de nuestro saber y nuestro dinero. No es fácil definir cómo insertarnos en los procesos desde el dominado y no desde el dominador. No es fácil incluso dejar nuestro papel de superioridad profesional o tecnócrata y trabajar mano a mano con los grupos populares. Pero si no nos embarcamos en ese nuevo tipo de praxis, que además de transformar la realidad nos transforme a nosotros mismos, difícilmente lograremos desarrollar una Psicología latinoamericana que contribuya a la liberación de nuestros pueblos.
El problema de una nueva praxis plantea el problema del poder y, por lo tanto, el problema de la politización de la Psicología. Este es un tema para muchos escabroso, pero no por ello menos importante. Ciertamente, asumir una perspectiva, involucrarse en una praxis popular, es tomar partido. Se presupone que al tomar partido se abdica de la objetividad científica, confundiendo de este modo la parcialidad con la obejtividad. El que un conocimiento sea parcial no quiere decir que sea subjetivo; la parcialidad puede ser consecuencia de unos intereses, más o menos conscientes, pero puede ser también de una opción ética. Y mientras todos estemos condicionados por nuestros intereses de clase que parcializan nuestro conocimiento, no todos realizan una opción ética consciente que asuma una parcialización coherente con los propios valores. Frente a la tortura o el asesinato, por ejemplo, hay que tomar partido, lo cual no quiere decir que no se pueda lograr la objetividad en la comprensión del acto criminal y de su autor, torturador o asesino. De no ser así, fácilmente condenaremos como asesinato la muerte causada por el guerrillero, pero condonaremos y aun exaltaremos como acto de heroísmo la muerte producida por el soldado o el policía. Por ello, coincido con Fals Borda (1985) quien mantiene que el conocimiento práxico que se adquiere mediante la investigación participativa debe encaminarse hacia el logro de un poder popular, un poder que permita a los pueblos volverse protagonistas de su propia historia y realizar aquellos cambios que hagan a las sociedades latinoamericanas más justas y humanas.
Tres tareas urgentes
Son muchas las tareas que se le presentan a la Psicología latinoamericana de la liberación, tanto teóricas como prácticas. Presento tres que me parecen de una especial importancia y urgencia: la recuperación de la memoria histórica, la desideologización del sentido común y de la experiencia cotidiana, y la potenciación de las virtudes populares.
En primer lugar, la recuperación de la memoria histórica. La difícil lucha por lograr la satisfacción cotidiana de las necesidades básicas fuerza a las mayorías populares a permanecer en un permanente presente psicológico, en un aquí y ahora sin un antes ni después; más aún, el discurso dominante estructura una realidad aparentemente natural y ahistórica, que lleva a aceptarla sin más. Es imposible, así, sacar lecciones de la experiencia y, lo que es más importante, encontrar las raíces de la propia identidad, tanto para interpretar el sentido de lo que actualmente se es como para vislumbrar posibilidades alternativas sobre lo que se puede ser. La imagen predominante negativa que el latinoamericano medio tiene de sí mismo respecto a otros pueblos (Montero, 1984) denota la interiorización de la opresión en el propio espíritu, semillero propicio al fatalismo conformista, tan conveniente para el orden establecido.
Recuperar la memoria histórica significará «descubrir selectivamente, mediante la memoria colectiva, elementos del pasado que fueron eficaces para defender los intereses de las clases explotadas y que vuelven otra vez a ser útiles para los objetivos de lucha y conscientización» (Fals Borda, 1985, p. 139). Se trata de recuperar no sólo el sentido de la propia identidad, no sólo el orgullo de pertencer a un pueblo así como de contar con una tradición y una cultura, sino, sobre todo, de rescatar aquellos aspectos que sirvieron ayer y que servirán hoy para la liberación. Por eso, la recuperación de una memoria histórica va asuponer la reconstrucción de unos modelos de identificación que, en lugar de encadenar y enajenar a los pueblos, les abra el horizonte hacia su liberación y realización.
Es preciso, en segundo lugar, contribuir a desideologizar la experiencia cotidiana. Sabemos que el conocimiento es una construcción social. Nuestros países viven sometidos a la mentira de un discurso dominante que niega, ignora o disfraza aspectos esenciales de la realidad. El mismo «garrotazo cultural» que día tras día se propina a nuestros pueblos a través de los medios de comunicación masiva constituye un marco de referencia en el que difícilmente pueda encontrar adecuada formalización la experiencia cotidiana de la mayoría de las personas, sobre todo, de los sectores populares. Se va conformando así un ficticio sentido común, engañoso y alienador, pábulo para el mantenimiento de las estructuras de explotación y las actitudes de conformismo. Desideologizar significa rescatar la experiencia original de los grupos y personas y devolvérsela como dato objetivo, lo que permitirá formalizar la conciencia de su propia realidad verificando la validez del conocimiento adquirido (Martín-Baró, 1985a, 1985b). Esta desideologización debe realizarse, en lo posible, en un proceso de participación crítica en la vida de los sectores populares, lo que representa una cierta ruptura con las formas predominantes de investigación y análisis.
Finalmente, debemos trabajar por potenciar las virtudes de nuestros pueblos. Por no referirme más que a mi propio pueblo, el pueblo de El Salvador, la historia contemporánea ratifica día tras día su insobornable solidaridad en el sufrimiento, su capacidad de entrega y de sacrificio por el bien colectivo, su tremenda fe en la capacidad humana de transformar el mundo, su esperanza en un mañana que violentamente se les sigue negando. Estas virtudes están vivas en las tradiciones populares, en la religiosidad popular, en aquellas estructuras sociales que han permitido al pueblo salvadoreño sobrevivir históricamente en condiciones de inhuma opresión y represión, y que le permiten hoy en día mantener viva la fe en su destino y la esperanza en su futuro a pesar de la pavorosa guerra civil que ya se prolonga por más de seis años.
Monseñor Romero, el asesinado arzobispo de San Salvador, dijo en una oportunidad refiriéndose a las virtudes del pueblos salvadoreño: «Con este pueblo, no es difícil ser buen pastor». ¿Cómo es posible que nosotros, psicólogos latinoamericanos, no hayamos sido capaces de descubrir todo ese rico potencial de virtudes de nuestros pueblos y que, consciente o inconscientemente, volvamos nuestros ojos a otros países y a otras culturas a la hora de definir obejtivos e ideales?
Hay una gran tarea por delante si pretendemos que la Psicología latinoamericana realice un aporte significativo a la Psicología universal y, sobre todo, a la historia de nuestros pueblos. A la luz de la situación actual de opresión y fe, de represión y solidaridad, de fatalismo y de luchas que caracterizana nuestros pueblos, esa tarea debe ser la de una Psicología de la liberación. Pero una Psicología de la liberación requiere una liberación previa de la Psicología, y esa liberación sólo llega de la mano con una praxis comprometida con los sufrimientos y esperanzas de los pueblos latinoamericanos.
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